Escribe Héctor Pellizzi

«Finito» en el mundo del básket

Cultura

 

«Finito» en el mundo del básket

 

Cuando “finito” nació ese 27 de septiembre de 1949, en la calles sucedió un fenómeno natural solamente comparable a la distante primavera de 1854, año en que Justo José de Urquiza era electo para presidir la Confederación Argentina. La cuenca del Río Salado del Sur con 170.000 km² es una topografía muy plana, por lo tanto en 1854 las inundaciones tomaron ribetes de catástrofe y allí sucedió un fenómeno natural sin precedentes, los árboles crecieron de forma vertiginosa para no quedarse sumergidos en las aguas de la pampa bonaerense.

Ese fenómeno se repitió el día del nacimiento de “finito”.

Se puede leer en los diarios El Mundo y El Laborista, los testimonios de vecinos incrédulos que veían crecer las flores, los árboles y las enredaderas de manera acelerada. Hay fotos de madreselvas acaracoladas en los cables de la luz y del telégrafo. Árboles de todo tipo, sobre todo fresnos y plátanos, superando en altura algunas torres góticas de las iglesias del centro.

A los diez años de haber nacido, el padre de “finito” lo llevó al club del barrio para ver el clásico de la época, Villa Crespo y River Plate. Desde ese momento nadie más lo pudo sacar del maravilloso mundo del básquet.

“Finito” era muy alto para su edad y para la época, por eso al poco tiempo debutó en 1º división.

Todas las tardes llegaba al Estadio de Av. Juan B. Justo para entrenar con sus compañeros.

Fue campeón tres temporadas seguida del torneo de la Asociación Porteña de Primera División y alcanzaría otro título en el Metropolitano del 64, donde su quinteto se mantuvo invicto en 49 presentaciones. Un año después vivió en el Luna Park la epopeya de enfrentar y vencer al Real Madrid, bicampeón de la liga Europea, equipo que nunca en su historial había perdido un partido en Argentina.

El solo nombre de “Finito” llenaba los estadios, no por su capacidad técnica que no era de las mejores, pero sí, por el asombro que suscitaba su estatura que crecía partido tras partido. Cada vez que entraba al cuadrilátero estrenaba prendas de vestir. Era un sacrificio titánico para los talabarteros que debían fabricar artesanalmente las zapatillas todas las semanas y que decir de los sastres, obligados a confeccionarle los pantalones y camisetas día por medio.

“Finito” tomaba frascos y frascos de analgésicos para aliviar el dolor permanente del crecimiento de sus huesos. La expectativa del público era verlo salir a la cancha y calcular cuantos centímetros había aumentado.

En víspera del sudamericano de Brasil de 1966, que iría a jugar con la selección Argentina, tenía que agacharse para pasar por debajo del aro.

Entrar y bajar del avión fue toda una hazaña, pero la odisea en el viaje fue acomodar las piernas.

Aquella noche tremendamente calurosa no podía dormir pensando en el debut en el estadio de Flamengo. Cruzó la avenida Copacabana en la playa de Botafogo y mojó sus enormes pies en las aguas cálidas de la bahía de Guanabara. Alzó la frente y vio el Pan de Azúcar con su encanto incomparable de 400 metros de altura. Un ansia de superación lo cautivó.

Se dio vuelta, elevó sus ojos hacia el Cristo Redentor, imponente, inconmensurable, y en una súplica divina y celestial comenzó a elevarse como lo hacían los árboles el día de su nacimiento.

Solamente la luna, como única testigo, iluminó con su luz plateada la figura de “finito” en la cima del Pan de Azúcar.

 

Un cuento de Héctor Pellizzi

 

 

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