A principios de junio, Ucrania lanzó su última contraofensiva en el sureste del país. Las autoridades en Kiev y los medios occidentales habían hablado durante meses de una operación que decantaría el curso de la guerra.
Tal era el optimismo que el jefe de la inteligencia ucraniana, Kyrylo Budánov, vaticinó en enero la “derrota final” de las tropas rusas en primavera. Pero sus predicciones no se han cumplido. La campaña ucraniana no ha prosperado tan rápido como presagiaban y las esperanzas de un desenlace inminente se han esfumado. Todo apunta a que la contienda será larga.
El frío sentencia la malograda operación militar de las fuerzas armadas ucranianas, que ahora optan por una estrategia defensiva para frenar los ataques rusos a sus infraestructuras críticas.
La guerra en Oriente Medio opaca la lucha de Ucrania contra Rusia y la llegada del invierno da por finiquitada la contraofensiva lanzada por Kíev a principios de junio. Esa es la realidad y ya la reconoce hasta el propio presidente Volodímir Zelenski.
En Europa crece la preocupación de que un eventual cambio de liderazgo en Estados Unidos pudiera llevar a que Washington, principal aliado de Kiev contra Moscú, cambie el tablero de juego ya que Trump dijo que, de ser reelegido, pondría fin a la guerra de Ucrania en 24 horas.
En lugar de la “seguridad continental integrada” firmada en la Carta de París para la nueva Europa de noviembre de 1990, se abrió paso una seguridad europea primero sin Rusia y luego contra Rusia. La OTAN no se disolvió y hoy está junto a las fronteras de Rusia creando las tensiones que justifican su existencia. Obviamente las responsabilidades de este disparate se reparten entre todos los protagonistas, pero la principal es de Estados Unidos, que no quería perder su dominio político-militar en Europa sin el cual su potencia global se resentía considerablemente. En segundo lugar, una Unión Europea germanocéntrica que se ha demostrado geopolíticamente analfabeta e impotente.