PARTE II
Cómo ya se ha dicho, el Primer Congreso Nacional de Filosofía fue inaugurado el 30 de marzo de 1949. Menos de 20 días antes, el 11 de marzo, había sido sancionada la reforma que daba rango constitucional a los derechos previamente consagrados y, una vez más, en plena realización como los del trabajador, (a una retribución justa, a la capacitación, a condiciones dignas para el ejercicio de su labor, a la protección de su familia, al mejoramiento económico y a la defensa de los intereses profesionales), los derechos de la ancianidad, la niñez y la familia, los de la educación y la cultura, los derechos a una cultura nacional, la protección estatal para las ciencia y el arte y la enseñanza primaria obligatoria y gratuita, además de establecer la igualdad jurídica entre el hombre y la mujer, tanto en el matrimonio como fuera de él, incluyendo la patria potestad compartida, anulada en 1956 y restablecida recién 12 años después, pero además, ese flamante texto constitucional, que podríamos considerar simultáneo al encuentro que congregó a los principales filósofos de la época, acababa de proclamar la función social de la propiedad, irrevocable decisión de construir una nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana.

Pero así como la constitución de 1949 es un proyecto de nación que plasma en una ley máxima las realizaciones que se venían produciendo desde el momento en que el gobierno asumió en 1946, sostuvo la bandera de justicia social, independencia económica y soberanía política, la comunidad organizada es un proyecto también en realización de un modelo de sociedad, un intento de armonización entre la libertad individual y las necesidades colectivas. 25 años más tarde, en la presentación de su Modelo Argentino para el Proyecto Nacional, Perón retomará, actualizando las ideas plasmadas en esos dos primeros textos centrales del pensamiento justicialista, conformando así el trípode en el que puede compendiarse el ideario político y social del peronismo.
Organización, libertad y comunidad
Al momento de presentar el modelo argentino, si bien en varios países centrales se había conseguido establecer un llamado “estado de bienestar”, que se revelaría lamentablemente muy transitorio. Tal como ocurría durante la posguerra europea, la humanidad seguía debatiéndose entre dos modelos antagónicos que para Perón era necesario eludir: El del colectivismo asfixiante del mundo soviético y el individualismo deshumanizado del materialismo capitalista, que puede ser visto como la consumación de un supuesto antagonismo esencial, entre libertad y organización. En efecto, mientras unos ven en la organización, en la planificación restricciones a la libertad, los partidarios de la organización encuentran en la libertad un obstáculo para el desarrollo y ejecución de sus planes.
La alternativa que se ofrecía era la de optar entre el individualismo egoísta y el colectivismo insectificador, ante lo cual, tras asegurar que ni la justicia social, ni la libertad, motores de nuestro tiempo, son incomprensibles en una comunidad montada sobre seres insectificados , el general sorprende al afirmar que: nosotros somos colectivista, pero la base desde colectivismo es de signo individualista, y su raíz es una suprema fe en el tesoro que el hombre, por el hecho de existir, representa. En esta fase de evolución, lo colectivo, “el nosotros”, está llegando en sus fuentes al individualismo egoísta. Para Perón entonces, se hace necesario transformar el antagonismo en contradicción, encontrar la síntesis entre esos principios opuestos que son en realidad complementarios. El instrumento para hacerlo es la política y su ámbito de realización, la comunidad. Nuestra comunidad, diría Perón más adelante, a la que debemos aspirar, es aquella donde la libertad y la responsabilidad son causa y efecto, en que exista una alegría de ser, fundada en la persuasión de la dignidad propia. Una comunidad donde el individuo tenga realmente algo que ofrecer al bien general, algo que integrar y no sólo su presencia muda y temerosa.
Se trata de una comunidad organizada, en la que la organización otorga fuerza a lo individual, a la vez que lo rescata de la mera particularidad. Se habla aquí entonces, de un concepto muy diferente al de sociedad que nace cuando lo común se ha disuelto. La “asociación” que así surge, o bien para defenderse o bien para cumplir un supuesto contrato, transforma a la libertad en un asunto individual, egoísta que termina donde empieza la libertad del otro. Lo que vuelve a ese otro, no es su presencia benéfica, un otro con quien construir en común, sino una amenaza peligrosa y angustiante.
Refiriéndose a esa sociedad, dice el filósofo Mario Cazalla: “corresponde al contrato administrarla, al Estado garantizar la con el monopolio de la fuerza y el pueblo acatarla. Toda su participación terminará reducida a votar cada tanto a no ser que un golpe de estado o de mercado también se la se lo prohíba. Nace así la vida al por menor, esa misma qué en estas dos primeras décadas del siglo XXI, en su versión capitalista y neoliberal, está definitivamente consumada y con la cual cada vez sabemos menos que hacer”.
En efecto, la consumación del individualismo materialista operada tras el colapso del sistema soviético, ha venido a demostrar que así como la justicia social a expensa de la libertad terminó por no garantizar la igualdad ni aún sacrificando al individuo, la libertad individual a expensas de la igualdad social sacrifica, no sólo la justicia social, sino la misma libertad individual. A no ser que creamos, como frecuentemente pretende sugerirse, que la humanidad es apenas un porcentaje infinitesimal de los seres humanos existentes.

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