La Granja

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LA GRANJA

 

El camino desde la tranquera hacia la casa tenía una curva suave  con una doble fila de durazneros. La vivienda era de paredes blancas con ventanas pintadas de rojo y tenía una entrada sobre nivel con dos enanitos de yeso parados al pié de la escalera. En el techo se veía una chimenea y una veleta con forma de gallo, enganchada en la chimenea había una cola de barrilete que estaba desde el día en que Pablito, el hijo menor de Joaquín midió mal los tiros y entonces, el cuadrado le coleó e se vino a pique.

Hacia atrás, en el fondo de la casa, había un corral con gallinas ponedoras de primera calidad y más aquí, frente a una de las ventanas que da al dormitorio de los chicos, una huerta, que por su belleza y cuidado parecía un cuadro de naturaleza muerta.

La granja era pequeña pero la distribución y la técnica empleada hacía de ella un establecimiento modelo.

Tenían un mini tambo mecánico, un colmenar, un galpón para la extracción de miel y una casita redonda hecha de ladrillos con pequeñas aberturas como si fueran ventanitas, donde se obtenía la jalea real.

Cerdos, ovinos, chivitos, pavos y patos se criaban allí. Poseían riego por aspersión y se dedicaban también a la floricultura.

El 25 de diciembre de aquel año, Juan Alberto, el mayor de los hijos de Joaquín, encontró en el árbol de navidad un regalo, observó extrañado al pequeño aparato, era todo de metal con botones atrás y abajo a un costado.

De pronto comenzó  a irradiar colores más nítidos que los comunes, con un hipnótico y raro encanto, sonidos seductores, plácida música, vuelo embriagador… Y así como si fuera una extraña magia se pobló  de sopor el aire de las habitaciones, en cuanto el aparato se erigía majestuoso en medio de la sala.

Toda la familia comenzó a girar en torno de “él” como si estuvieran drogados, como si verdaderamente por sus venas corriera suavemente el  LSD. Todos los días le rendían pleitesía a la grandilocuente imponencia del aparato y acataban mudos sus órdenes y consejos.

“Él” pasó a determinar las horas en que debían reír, angustiarse, estar tensos, ansiosos o relajados. Incorporó nuevos personajes dentro de la familia que se sentaron frente a la mesa, se adueñaron de sus camas, compartían la intimidad, el baño y las pantuflas. Los personajes ordenaban el horario para dormir y despertarse, determinaban la marca del café para beber en el desayuno, las masitas, los dulces y la manteca. Exigían un tipo desconocido de fideos para el almuerzo y mostraban como debía prepararse la salsa de tomate, así como los aceites para utilizar en las ensaladas.

Las órdenes de estas fantasmagóricas personalidades eran determinantes y nadie se atrevía a discutirlas. Decidían la marca de cigarros para fumar, el whisky que era bueno para beber, la pasta de dentífrico y el desodorante para usar.

Afuera los animales comenzaron a morirse de hambre y de sed, las malezas ahogaban los sembrados. Ciruelos, damascos y durazneros se apestaban velozmente, el molino se trabó, volaron las chapas del galpón, se oxidaron las maquinarias del tambo y la mayoría de los cercos fueron destruidos por los animales famélicos. El colmenar no tenía asistencia y los cereales almacenados comenzaron a pudrirse. El abandono era total y la granja se fue transformando en una tapera, mientras tanto, adentro de la casa, los siniestros personajes proseguían imponiendo un nuevo modo de vida.

Una mañana Joaquín se levantó más temprano que de costumbre, encendió como un autómata el aparato en cuanto un ácido frió corría por su espalda. Se dirigió al patio, cruzó entre las quinuas y sorgos de alephos, llegó al granero casi sin fuerzas, tomó la herramienta con sus manos blancas y temblorosas, pasó nuevamente entre las malezas y cercas caídas y decidido volvió a entrar a la casa. Su rostro sin afeitar y mal dormido estaba bañado en transpiración, tenía los ojos desorbitados, las piernas le pesaban como piedras y la fiebre le había producido llagas en el cuello. Casi sin voluntad pero haciendo un esfuerzo sobrehumano alcanzó a levantar los brazos…Una explosión  sacudió la sala, las luminosidades rojas y violetas transformaron las paredes y una eléctrica tormenta de sonidos vibró enloquecedora. El humo blanco y espeso golpeaba los vidrios de las ventanas, mientras el cuerpo morado de Joaquín se retorcía sobre la alfombra.

El sol se encendió sobre la granja.

El hachazo que partió en dos al televisor había sido perfecto.

 

Héctor Pellizzi

Junín, marzo de 1974

 

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