Los libros que interpelan a la sociedad juninense

DDHH

Del día primero, al 6 de noviembre en el Stand de Ediciones de las Tres Lagunas se podrán adquirir los libros del escritor y periodista Héctor Pellizzi.

Cuentos, relatos, testimonios, ilustraciones y fotografías del genocidio perpetrado en Junín, desde 1976 hasta 1982 por la última dictadura cívico-militar- eclesiástica.

Héctor Pellizzi

El libro «El orden de las Tumbas», ya en su tercera edición, con testimonios de los sobrevivientes que impulsaron el juicio a los represores de los crímenes más aberrantes, estará en el stand de Ediciones de las Tres lagunas, junto al libro «Condenados» que narra el juicio con todos sus pormenores y que culminó con dos cadenas perpetuas y penas de 15 a 25 años de prisión.

Coca Prieto, Madre de Plaza de Mayo – Junín- con el retrato de Walter, su hijo

En las páginas de “Condenados” surge explícitamente la complicidad civil con la dictadura militar, el  papel lamentable de la prensa juninense, el triste accionar del Poder Judicial de Junín, la irresponsabilidad de las entidades intermedias, el relato de las torturas de los sobrevivientes y el dolor de las declaraciones de los familiares de los desaparecidos.

 

Romié, Mesa y Torreta desaparecidos en Junín, ¿Dónde están?

LA CIUDAD AMORDAZADA
Héctor Pellizzi
Del libro El Orden de la Tumbas – 2006

Corrían los tiempos en que la ciudad amordazada por el terror de hechos alucinantes
se dormía más temprano, sin querer amanecer…
Muchas veces las calles se oscurecían rápidamente y las luces blancas de mercurio
se tornaban amarillas. Los árboles transpiraban una savia salada y áspera. De vez
en cuando se encontraban zapatos sin cordones en los baldíos y alas de pájaros en los
tachos de basura.
Se respiraba un oxígeno de impotencia en el dolor de las esquinas, en las cuales,
en otros tiempos, los muchachos se reunían para entibiarse con el sol del mediodía.
Los poetas escribían con seudónimos como en la Edad Media y a los artistas de
teatro los violaban antes de entrar en escena. Había gusto a sangre y olor a carne quemada
en el viento de las seis de la tarde. Había silencio, un silencio homicida, cómplice,
un silencio proveniente de un orden de terror y de cadáveres. Por eso los Reyes Magos
con sus camellos cansados comenzaron a pasar rápidamente los seis de enero. Melchor
entraba con miedo por las chimeneas, Gaspar no se animaba a meterse por el ojo de las
cerraduras y Baltasar temía acercarse a las ventanas donde estaban los zapatos…
Pero siempre dejaban un trencito o un camión de bomberos, o un barrilete de
colores o una pelota de cuero. Las niñas se divertían tímidamente con sus muñecas de
trenzas rubias que abrían y cerraban los ojos. Los chicos eran los más inocentes, pero
no por eso los más privilegiados. La ciudad amordazada también se recostaba con todo
su peso sobre sus frágiles hombros… En cada Navidad ellos notaban la ausencia en la
mesa, una silla vacía, una lágrima ocupando los lugares desiertos.
Muchas veces, tomando mate encerrados en las cocinas, escuchaban comentarios
sobre cerdos con colas de gansos que atacaban por las madrugadas viviendas
desprotegidas. Historias increíbles y escalofriantes, decían que a los niños les pasaban
una baba blanca y les oscurecían el pasado, los antepasados, el propio destino. Después
los envolvían de silencios y los ocultaban en medio de las iguanas.
Nada se sabe sobre el hermano del “Chango”, un pibe rubiecito de ojos castaños,
de sonrisa tímida… Tenía tres años cuando los cerdos se lo llevaron una mañana de
junio. Los lagartos habían llegado primero, reventaron el portón del garaje, destrozaron
los vidrios de las ventanas, derrumbaron el duraznero que estaba en un rincón del
patio y con sus bocas lanzallamas incendiaron el aire y las paredes de la casa.
Cuando don Alcides intentó reaccionar, le metieron en la garganta una corona de
espinas y vomitó tanta sangre que las agujas paralizaron de miedo todos los relojes de
la ciudad. Un hongo de humo y de terror hizo explotar el techo, los gritos histéricos
rajaron el color de la mañana que se desparramó por las calles descuartizadas de lágrimas.
Decenas de chacales aparecían y desaparecían por los agujeros, inundaban los
espejos, escupían las cacerolas y se bañaban con dentífrico. Clavaban los cajones con
uñas de gansos y martillaban las alas de los ángeles que volaban de cuadro en cuadro.
Violaron a la bailarina de una cajita de música y perseguían a las notas que se escondían
en las gargantas de los pájaros… Nada se sabe sobre el hermano del Chango.
Los cerdos dejaron sus huellas en las esquinas incendiadas.
La Ciudad siguió amordazada.

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