En un rincón del cementerio de la Recoleta, en la bóveda de Argüello, descansan los restos del aguerrido militar Martiniano Chilavert, quien transcurrió parte de su infancia y juventud en España.
Regresó al Río de la Plata con su padre, Francisco, en 1812, en la fragata Canning, que también transportaba a José de San Martín y a Carlos de Alvear. Chilavert ingresó al regimiento de granaderos a caballo y, después de participar en varias acciones militares en la guerra contra el Brasil, adhirió a la causa unitaria de Juan Lavalle.
Por esta razón, debió exiliarse, pero al enterarse del combate de Vuelta de Obligado, en noviembre de 1845 y aunque era opositor político de Juan Manuel de Rosas, ofreció sus servicios al gobernador por considerar que primero estaba la patria.
Cuando finalmente regresó a Buenos Aires, a comienzos de 1847, y se dedicó a reorganizar el cuerpo de artillería, los unitarios lo consideraron un traidor. En cartas a Juan Bautista Alberdi y a otros opositores, se defendió enérgicamente contra las acusaciones, pero no logró convencerlos de seguirlos.
En 1851 ante el pronunciamiento de Justo José de Urquiza contra Rosas, Chilavert reiteró su adhesión al Restaurador. La batalla de Caseros lo encontró dirigiendo la fuerza de artillería porteña, haciendo fuego contra el grueso de las tropas enemigas hasta agotar, literalmente, las municiones.
Una vez que las bolas se terminaron, mandó recoger los proyectiles del enemigo, que estaban desparramados a su alrededor, para seguir disparando. Cuando no hubo más que disparar, los rivales avanzaron y entonces terminó la batalla. En ese momento, tuvo la oportunidad de escapar, sin embargo, decidió quedarse fumando tranquilamente al pie de un cañón hasta que lo llevaron frente al vencedor, Urquiza.
Después de mantener una entrevista con Chilavert, el entrerriano lo despidió secamente con un “vaya nomás” y ordenó inmediatamente, descompuesto de ira, su fusilamiento por la espalda, castigo usualmente aplicado a los traidores
Antes de que le dieran muerte, su asistente, el sargento Aguilar, le propuso, con lágrimas en los ojos, que huyerara en su caballo, al que previamente él había mandado hasta un lugar cercano y seguro. “Pobre Aguilar”, le dijo paternalmente Chilavert, “te perdono la bajeza por el cariño que me tienes. Los hombres como yo no huyen. Toma mi reloj y mi anillo y dáselo a mi hijo Rafael. Toma mi caballo y mi apero y se feliz”.
Al rato fue conducido al sitio en que lo irían a fusilar. Chilavert, tras derribar a quienes lo arrastraban, exigió ser fusilado de frente y a cara descubierta. Se defendió a los golpes y, en la confusión, se escapó un tiro, que le dio en el rostro, a pesar de la herida siguió gritando que le dispararon al pecho. Finalmente, fue ultimado a bayonetazo y a golpes de culata. Urquiza le negó la sepultura, y dejó expuestos sus restos a la interperie.
Sólo después de varios días, aceptó entregar a su familia el cuerpo, destrozado, que fue inhumado clandestinamente en la Recoleta.
La viuda y los hijos de Chilavert se radicaron en Montevideo y nunca volvieron a nuestro país.
Del libro: Las mil y una curiosidades del cementerio de la Recoleta
de Diego M. Zigiotto
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