Una boca donde entren todos
El 8 de noviembre el barrio salió a la calle. Desde la histórica Vuelta de Rocha y a pesar del violento operativo policial, los vecinos marcharon para denunciar la emergencia habitacional y reclamar que el plan de desarrollo que el gobierno dice tener para La Boca los incluya y no genere más expulsión. Crónica de una tarde agitada.
Atardece a orillas de la Vuelta de Rocha. Hombres y mujeres, la mayoría inmigrantes genoveses, se acercan a recibir noticias de sus tierras lejanas. Hay dolor y tristeza. Comienza el siglo veinte. Más de cien años después, en la Plazoleta de los Suspiros ya no hay barcos ni puerto, pero algo del dolor continúa. Cae el sol y cientos de personas, grandes, chicos, se reúnen. No lloran ni suspiran. Se organizan. No quieren que la expulsión siga desangrando a aquel barrio que parieron quienes llegaron del otro lado del océano. Se niegan a que, en nombre de una promesa de desarrollo, el barrio pierda su identidad y se borre su historia.
Es viernes 8 de noviembre y La Boca los convoca. Hay familias desalojadas y otras que están a punto de serlo. Hay quienes se quedaron sin nada por el fuego (fueron cuatro los incendios de conventillos en el último mes). Cerca del mástil de hierro, hay un grupo de docentes de guardapolvo blanco. Más allá, entre los puestos vacíos, hay artesanos y artesanas que quieren seguir trabajando en la feria. Santino tiene 4 años y baja y sube el cordón de la vereda con un cartel que aclara que “en el barrio no sobra nadie”. Su mamá lleva a un hermano en el cochecito. Es sostén del hogar, dice que no le alcanza, que no llega a fin de mes y que encima el alquiler sube y sube. Debajo de un paraguas rosa lleno de cintas lilas y violetas, una chica levanta su mensaje: “La Boca no es un negocio, es nuestro hogar”. Diez mujeres despliegan una bandera que pintaron hace unos días. “Mesa Vecinal Pedro de Mendoza y Necochea”, dicen las letras de colores que se mezclan con manos estampadas sobre la tela. A lo alto, una enorme boca se abre y se cierra. El muchacho de barba que sostiene la marioneta le hace cantar la canción que más sonará durante las próximas horas: “No se vende, La Boca no se vende…”. Detrás de la enorme vidriera de PROA, del Grupo Tenaris, el museo se ve impecable y vacío. Un títere de Quinquela Martín conversa con una payasa de nariz colorada, mientras a lo alto se despliega una bandera que le habla a Paolo Rocca, dueño de Techint. Más allá, sobresale el turquesa de las ventanas de la fundación de otra empresa de apellido italiano, Andreani. Y a unas cuadras, dicen, el edificio en el que vivían 30 familias y el Gobierno desalojó meses atrás, se transformará en galería de arte.
Por todo eso, un cartel pegado sobre la señalización de la calle, anuncia que estamos en el Distrito de las Artes, pero también del desalojo, del gatillo fácil y de la violencia policial. Justo cuando oficiales de la fuerza porteña avanzan por la avenida Pedro de Mendoza detrás de sus escudos y bajo sus cascos azules. Atraviesan autos y un colectivo de la línea 53 que intenta arrancar hacia el centro. Llegaron para impedir que La Boca se movilice. Están violentos. Provocan. Empujan. Dicen que el camión que lleva el sonido y un muñeco del Papa Francisco, debe quedarse ahí.
Después de un rato, finalmente la caravana empieza a andar. Cuando se organizó la marcha se pensaron varias paradas con instalaciones artísticas, candombe, murga, teatro comunitario. También que la movilización frenaría en Olavarría y Brown, donde se reuniría con mujeres que trabajan en comedores comunitarios con sus ollas tan gigantes como vacías. Una cuadra después, en Suárez, se iba a pedir, una vez más, que el abandonado ex banco de Italia y Río de la Plata, donde hace 15 años murieron seis hermanitos en un incendio, se transforme en un jardín de infantes. En las siguientes paradas, hasta llegar a Martín García, se escucharían las demandas por el acceso a la salud y al trabajo. Pero, como veremos en un rato, nada de esto ocurrirá.
La marcha comienza. Decenas de policías se ubican en fila de espaldas al Riachuelo. Menos de dos cuadras después, el operativo frena otra vez a la columna de vecinos. Ahora también se ponen de frente. Y nuevamente el forcejeo, la tensión y más provocación. Desde Almirante Brown aparece un camión hidrante escupiendo algunas gotas de agua. El viejo puente transbordador mira sin entender la razón de semejante despliegue. Algunos niños empiezan a llorar. No hay caso, no se puede continuar con el recorrido por Pedro de Mendoza. La movilización pacífica retrocede y toma Martín Rodríguez hacia Lamadrid. Por la vereda alta de Casa Barata pasan los policías al trote. Cortan la siguiente esquina. También la anterior. Los tambores del candombe de África Ruge resuenan entre los edificios. Nadie avanza. Estamos atrapados por delante y por detrás por policías enfurecidos. El hidrante espera una cuadra más allá. Hay algunos legisladores y referentes que intentan entablar un diálogo con el comisario. La respuesta son más golpes. Más niños lloran. Quince, veinte minutos después, el barrio logra seguir. Otra vez suena fuerte el “La Boca no se vende”. Una vecina reflexiona: “Quieren que tengamos miedo de marchar porque nos tienen miedo”.
La marcha dobla en Olavarría. En el portón de la parroquia San Juan Evangelista, el padre Alejandro bendice a los que pasan con agua de una botellita de plástico. Mientras algunos se persignan, la policía apura el paso. En Brown, casi rozando a quienes se manifiestan, pasan motos a toda velocidad: van dos policías a bordo, el que maneja y otro detrás, escopeta en mano. Son del GAM, Grupo de Acción Motorizada. En la esquina de la histórica pizzería Banchero la marcha vuelve frenar. Esta vez no es por el operativo, es para cantar el himno argentino. Cuantos más policías, más resuena el grito en la garganta de las y los boquenses, una mano en el pecho y otra a lo alto. Ya nadie frenará. Se hizo de noche. Mujeres barren lo malo con escobas, como aquellas mujeres de la huelga de inquilinos de 1907. Un hombre camina con una réplica del puente de hierro en alto; otro, lleva consigo una pileta pelopincho. El éxodo boquense. “Si nos quieren expulsar del barrio, nos llevamos todo. Porque nosotros somos el barrio, nosotros somos los que lo construimos a diario… Igual -aclara en seguida- no nos vamos a ir ni ahí, eh”.
Desde las cinco esquinas, resuenan voces a capela. Todos se amuchan. Se arma una ronda imaginaria. Con el cartel de Farmacity en sus espaldas, el Grupo de Teatro Comunitario Catalinas Sur entona, acompañado de un acordeón. Algo sucede en el aire. Rodeados de policías, la marcha se silencia y escucha. “Porque hoy nos quieren convencer de la derrota, porque hoy nos quieren inculcar la soledad… son nuestras voces que no callarán jamás, cantando siempre por nuestra historia, por la memoria, la dignidad”.
Aparece la murga. Hay baile. Bombo y redoblante. La policía sigue ahí. Un megáfono amplifica la lista de demandas. “La Boca no se vende, se defiende”, suena la canción final.
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