El equipo argentino de fútbol este año es campeón mundial, Argentina y Venezuela están de fiesta. Qué contento estaría nuestro amado Alberto “Tucho” Ravara, apodado así por un futbolista argentino llamado Tucho Méndez.
Nuestro Tucho como casi todo argentino amaba y practicaba el futbol. Seguramente hoy está de celebración en ese otro plano de la existencia al que decidió partir hace ya un año y tres meses. Adhemar Alberto Ravara Sansinena, quien nació en Argentina en el año 1953; vivió en Venezuela desde 1978. Un año antes de que yo naciera.
Lo conocí en Parque Central, en una hermosa oficina que había habilitado para iiAVE. El instituto de Arte que fundó junto a otros compañeros y compañeras. El preciso lugar desde donde escribimos y donde continuamos su impronta creativa y amorosa.
Cuando lo vi por primera vez, yo había egresado de la escuela de Actuación Juana Sujo y soñábamos escribir nuestra propia obra de teatro. Los encuentros creativos con él cambiaron mi vida. Su profundas e interesantes reflexiones me hicieron ver siempre el otro lado de las cosas. Un hombre tan generoso, cálido, cándido, caballeroso, tierno y brillante para la palabra, para digerir y transmitir conocimiento, para dibujar en una escena.
Para crear y desarrollar proyectos. Conocerlo era no poder olvidarlo nunca. De inmediato me hice su discípula. Me inicié no solo en el manejo del ego, sino también de la energía y el ritmo de un actor, de una actriz en la escena. Desde comprar papas con belleza, comprender el ritmo del andar de las hormigas. De la compasión hacia todos los seres vivos. De entender que nada, absolutamente nada, es imposible. Incluso el excelente decir, el producir una obra de teatro, escribirla, crearla, actuarla, difundirla, lograr lo mejor de cada escena, de cada actuación, a crear de la nada, del sueño, de la necesidad, de la tristeza, pero siempre desde la felicidad.
Tucho, como le decimos su gente más cercana, había escapado de Argentina, fichado y perseguido, llegó a nuestro país. Entonces trajo su arte, su mística, la nobleza de su alma. Metódico, quisquilloso, exigente al máximo, podía sacar de una piedra un poderoso rubí, de corazón alquímico, cariñoso y preocupado por los demás siempre. Maestro genial del teatro en la escena viva, maravilloso en la escena escrita. Escribió de lo que le importaba, denunció siempre, la injusticia, la desigualdad, con plena convicción de que un nuevo mundo, mejor, más humano y solidario, compasivo es posible mediante el arte.
El arte te enseña, el teatro es escuela de hombres y mujeres, decía el maestro Alberto Ravara, pero también hacía carpintería, pintaba sus violines, escribía obras de teatro, cocinaba para todos y fortaleció la labor del teatro en las comunidades menos asistidas y privilegiadas. Amaba a la gente. Fundó su Festival de teatro y títeres (FETCOM) que va a las escuelas, a las plazas, a los centros culturales, Asilos, hospitales, casas hogar y cualquier lugar donde nuestra gente tenga la voluntad y la fe; llevamos así, el mundo mágico y perfecto del teatro de actores, de muñecos, del circo, la música, de la literatura, de la danza, de la pintura y del sueño y la pasión.
Mucho hay para hablar de esos años en nuestro país, creación de espectáculos, escritura y montaje de sus propias obras, dirección, actuación, docencia, fundación de festivales de teatro, impulso de políticas culturales, construcción de una red de los Invisibles que pretende con su acción cultural hacer impacto positivo, para el bien y la sanación de nuestra gente en todas partes de nuestro país y fuera del mismo.
Quiero mostrar mi mirada subjetiva del tiempo que estuve a su lado. Contar algunas anécdotas y quizá también revivir junto a ustedes el maravilloso camino que recorrimos juntos. Contarles que también fuimos a Argentina donde llegó a cada pueblo de su infancia, llevado por la nostalgia, pero tocado con la alegría y el agradecimiento. Cómo fue feliz de ver su obra en distintos y maravillosos lugares, con gente increíble, con sueños que no mueren nunca. Y enseñar, enseñar, enseñar y vivir.
A la memoria de nuestro maestro Alberto Ravara, el día once de enero del año dos mil veintitrés.
Con amor,
Lilybell Trejo García