“No busques el camino que deba conducirte, busca el sendero que te permita dejar tu huella”
Anónimo
Elegía al «Cholo» Uruñuela
Ahí, en la inmensa “Pampa húmeda”,
que en un día luminoso te vio nacer,
en esos tiempos en que la llanura toda,
se cubría de cereales y de hortalizas,
de esculturales árboles frondosos
con ramajes floridamente perfumados
y frutales exquisitamente coloridos;
por donde el hombre común,
al que para su dicha no le faltaba
el pan ni el vino tinto en la mesa,
caminaba cómodamente en alpargatas
disfrutando con toda paciencia,
cada paso que daba con firmeza
en esa tierra única, fértil y sensual:
paraje donde hombre y naturaleza
convergían en un gran vergel de vida,
ahí fue donde crecieron tus sueños.
Ahí mismo tu ser se impregnó todo,
del amoroso sentimiento pampeano,
como verdadera implosión de una
identidad apropiada para siempre,
llenando el vacío de lo humano
con rasgos de ese aroma fresco,
ese fragante color verde esperanza,
ese sabor a madera y follaje terso;
que se repite a lo largo del tiempo,
se ensancha y se toca en el espacio,
se vierte en los ríos con meandros,
y se palpita en cada latir acogedor
de la armoniosa pradera infinita.
Ahí mismo donde el tren gigante
de hierro establece su camino
quebrantando el aire apenas visible,
balanceando la travesura áurea y
fascinante de los espigados trigales,
despertando el aroma de los hinojos
entre los pastizales y las cañas verdes,
invitando a volar frágiles panaderos
que enredados abrazan alucinados
a la ropa limpia que se engalana
con la fantasía del natural plumaje.
Ahí donde el ruido metálico de las
ruedas espanta al ganado que pasta,
inquieta a los corredores ñandúes,
rompe el bello romance de las urpilas,
y gira las cabezas de las lechuzas
siguiendo el suave movimiento de los
girasoles encendidos por el sol ardiente,
esperando ambos ansiosos que ya baje
una nube oscura que traiga el agua
que alivie el bochorno y para que toda
esa inmensidad huela a tierra mojada.
Ahí mismo una tarde soleada de enero,
consciente de haber ganado la partida
de ajedrez a tu acérrimo enemigo:
la ignorancia en todas sus formas,
y cansado ya de andar por esta tierra,
con jeans deslavados, camisa blanca
de algodón y gorra gris sin visera,
sentado en el pasto como alfombra,
reclinaste tu espalda en el tronco
del árbol más añoso del solar.
Ahí te instalaste por última vez
a contemplar el azul celeste del cielo
apenas interpuesto por cirros claros
y un avezado barrilete abstraído,
cuando se apagaba abruptamente
el politonal canto de los sinsontes,
y el suave vuelo de alas blancas
de mariposas felizmente rezagadas,
te invitaban al recuento del tiempo
y a planear el último viaje de tu vida.
Extendiste la vista hasta el horizonte
distante e interminable como sueños
de un gran soñador empedernido,
donde el inmenso cielo transparente
y la tierra infinita tendidos se alinean
para observar la lenta caída del sol;
y concentrado en el universal sueño
pudiste girar ese tu nuevo horizonte
hacia el lado opuesto de tu ocaso
como quien voltea una enorme rueda,
ejecutando un atardecido movimiento
que llegaría oportuno a la nueva cita,
con la desnuda candidez abnegada
de una luna amarilla casi redonda
y con las innumerables estrellas
palpitando en ese instante al unísono
con las primeras luciérnagas luminosas,
que anunciaban con la última llamada
el inicio del canto de un coro de grillos.
Y te fuiste pardeando como la tarde
sintiendo cómo la noche constelada
se te venía irreversiblemente encima
y desde el fondo la tierra te pialaba,
jalándote desde los pies descalzos
a la cabeza lúcida y adelgazada,
para arrebatarte el último sueño,
al mismo tiempo, tu mirada marrón
lenta se alejaba del sutil firmamento,
perdida entre los últimos rayos de luz
del breve e inusual paisaje pictórico,
que sereno se despedía de tus ojos,
acogidos ahora muy dulcemente
por la grandeza del corazón abierto
de una acariciante “Pampa querida”.
Pampa inmensamente noble y amorosa,
que esta vez te esperaba apasionada
con los brazos más que abiertos para
integrarte para siempre en sus entrañas,
cerrando el ciclo de un encuentro fecundo
con el hombre agradecido con la naturaleza,
que surgió un día como parte de ella misma
y que otro día con “retorno anunciado”,
se sumergía cálida y transparentemente
en los remansos de esta eterna simbiosis.
Mario Méndez
19/10 /2011