El mandatario brasileño había pergeñado un golpe de Estado si Lula ganaba en primera vuelta.
Aduciría fraude y convocaría al ejército y azuzaría a los elementos para policiales que creó y encubrió durante cuatro años.
No es ninguna elucubración, lo dijo públicamente en varias oportunidades. Y era posible que lo hiciera.
La derrota en primer turno, con una levantada de 10 puntos con relación a las encuestas no le da márgenes para gritar, como lo iba a hacer, de “fraude de los comunistas”.
El hecho que Lula no alcanzara el 50% más un voto, no le permitió subir al palco al término de las elecciones para incitar a sus electores y enardecerlos para iniciar una guerra civil, que las fuerzas armadas darían fin en pocas horas conservándolo en el poder.
Hoy ya no tiene margen para eso, no tiene plan “B”. Le queda apenas pensar cómo va a remontar más de 6 millones de votos y hacer que Lula no alcance el exiguo 1,6 % de los votos para coronarse Presidente de la República Federativa del Brasil.
El triunfo de Lula es un triunfo titánico, hace pocos meses estaba en el sótano siniestro de la cárcel, con todos los medios de comunicación llamándolo de ladrón y corrupto, con la clase política señalándolo con el dedo, el silencio de grandes sectores de la iglesia católica y la violencia desmedida de la mayoría de las iglesias evangélicas.
Era un hombre viejo y derrotado y resurgió del lodo de la injusticia del Poder Judicial y en su última caminada por la Avenida Paulista, llovió del cielo de las urnas el mayor porcentaje de votos que un candidato recibiera en el primer turno en toda la historia del Brasil.
Un triunfo memorable, que solo un titán de la política puede hacerlo.
La segunda vuelta será un juego de alianzas y deberá mostrarle al pueblo su programa de gobierno. “A mi juego me llamaron” dijo Lula, mientras la primavera desgranaba rosas y claveles rojos.