Luis Artime fue un demoledor, pelota que quedaba boyando en el área era gol. Tenía el botín más afinado que la punta de un lápiz Staedtler alemán. Podía hacer goles de izquierda o derecha, cualquier día del año. “Los goles lindos y feos valen todos uno”, decía él, así que se dedicó a meterla con la cabeza, los tobillos, las canilleras, las rodillas y con cualquier parte inepta de su cuerpo.

Artime no vivía para el fútbol en sí, él vivía para el gol. Solo convertía dentro del área, como un francotirador que solo dispara cuando está en las alturas. El área era, a la vez, su terraza predilecta, o, quizás, el patio de su casa. Se jactaba de no haber tenido nunca miedo a errar. Por eso, acertaba más que cualquiera.

Nació en Mendoza, pero, como su papá era ferroviario, se crió en Junín. Jugó en Atlanta, River, Independiente, Palmeiras, Fluminense y Nacional. Los Millonarios de Núñez lo vendieron cuando se cortó el tendón de Aquiles. “No puede jugar más al fútbol”, le diagnosticaron. Pero Artime volvió. Y la descosió en tres países: Argentina, Uruguay y Brasil.

Hizo 24 goles en 25 partidos con la Selección (sólo disputó el Mundial del ’66). En Uruguay, se transformó en ídolo absoluto de Nacional, donde hizo 151 goles en 183 partidos y ganó cinco títulos, incluyendo la Copa Libertadores y la Copa Intercontinental. Sobre el final de su carrera, Pelé lo llamó para su equipo, el Cosmos de Estados Unidos. O Rei necesitaba al Rey del Gol. Pero Artime agradeció el gesto: ya estaba retirado.

A raíz de un ACV, en el 2007 quedó con la mitad del cuerpo paralizado. Se recuperó parcialmente y jugó al fútbol con amigos y familia hasta los 75 años. Un día saltó a cabecear una pelota, hizo el gol, por supuesto, pero le salió un coágulo en la cabeza. Tuvieron que operarlo para un drenaje y ya no jugó más. Hoy, con 86 años, Artime, nunca supo exactamente cuántos goles convirtió y hace años que perdió el don del habla. Pero sus goles siguen hablando por él, cada vez que alguien pregunta su nombre.

Adrián Michelena

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